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Atalayas: nuevos horizontes de autodescubrimiento. Parte I

Los protagonistas de Terrados hablan de su pasado, de los planes frustrados y de la decepción de arrastrar el enorme peso que supone no haber cumplido con lo que esperaban de sí mismos y, lo que es peor, lo que de ellos se esperaba en la sociedad, que no perdona errores cuando se cumplen los treinta y tantos

Por Simón Prado

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En el plano final de la modestísima, pero magnífica y metafórica, producción española Terrados (Demian Sabini, 2011), feliz sorpresa en el pasado festival de cine de Valladolid –qué fortuna tienen los que puedan disfrutar de la Seminci cada año–, se homenajea a todos a los que en algún momento de su vida se han sentido arrollados por esa sensación de soledad y desamparo que abruma al que no encuentra sentido ni un rumbo satisfactorio a su existencia.

Con el pretexto de explicar el impacto del paro juvenil y el drama generacional que supone que miles de jóvenes inútilmente sobrecualificados deambulen humillados y suplicantes en busca de desmotivadores y alienantes trabajos, Terrados propone una mirada diferente a los tópicos de jóvenes desorientados y apáticos ante los problemas que heredaron de generaciones que ahora tan cínicamente los critican.

Los protagonistas de Terrados hablan de su pasado, de los planes frustrados y, sobre todo, de la decepción de arrastrar el enorme peso que supone no haber cumplido con lo que esperaban de sí mismos, cuando aún estaban llenos de vitalidad y esperanza ante el futuro, y, lo que es peor, lo que de ellos se esperaba en la sociedad, que no perdona errores cuando se cumplen los treinta y tantos. No es casual que la mayor parte del metraje de esta película discurra sobre terrazas (terrados) de pisos vacíos ubicados en barrios uniformados y desalmados, estériles de vida útil. Tampoco lo es que sus desnortados protagonistas desperdicien sus horas de paro forzoso hablando desde las alturas de los terrados y ahoguen su desazón proyectado su vida hacia un pasado en el que creían ser felices.

Leo (el propio Demian Sabini), el personaje que soporta el peso y verdadero mensaje del film, decide subir a los terrados, en ocasiones solo, otras acompañado por la soledad de sus amigos, para tostarse bajo el sol del verano barcelonés mientras plasma sus emociones en el teclado de su ordenador, algunas veces fumado, otras henchido de alcohol. Leo decide, en apariencia, desaprovechar las muchas horas libres que le dejó el cierre, a causa de la crisis, del bufete de abogados para el que trabajaba. 

Leo parece un ser apático, distraído, desanimado, absorto en sus inútiles y tóxicos pensamientos, sin observar un mínimo de hálito de vida inteligente a su alrededor. Está en crisis, material y espiritual. Su novia Ana (Carla Pérez) está tensa, no lo comprende, no entiende que Leo malgaste sus horas subido a un terrado, en lugar de asistir a sus escasas entrevistas de trabajo. A ella su trabajo le disgusta, pero sabe que es la única forma de pagar un alquiler e irse a vivir juntos. Ha decidido tragarse el veneno de la amargura y entrar en el sistema, pero pagando el caro peaje de aceptar un trabajo duro, aburrido y muy mal pagado.

Ambos están, claramente, en diferentes ondas. Leo sube al terrazo para mirar desde las alturas el horizonte que se yergue tras los grises bloques de edificios de la ciudad, su novia sube para, simplemente, colgar la ropa. Y ella se lo reprocha, porque desea que baje del terrado y vuelva a ser el que era, el tenaz abogado que traía algún dinero a casa, a pesar del odio que le despertaba su trabajo y, por ende, el que crecía en sí mismo.

En una aparentemente sencilla conversación entre el protagonista y uno de sus amigos, Mario (Alain Hernández), en la que hablan sobre la inutilidad de la dictadura de la “titulitis” y del conformismo de la generación actual, que asimiló como propias las necesidades y anhelos de sus padres, Leo por fin comprende por qué y para qué había decidido subir a los terrados. Es en ese momento cuando descubre que desde ese terrado, y tras largas conversaciones, había conseguido saber quién era.

Es en ese instante cuando el espectador comprende la alegórica figura de los terrados y, sobre todo, la metáfora vital que encierra este estupendo film: Leo se sube a los terrados para ver la ciudad desde otro punto de vista, para descubrir (desde su privilegiada atalaya, desde la libertad absoluta que ofrece ver la vida desde las alturas, sin nada que perder) que nunca había sido feliz, y que nunca llegaría a serlo batallando en una guerra que ya no es la suya, sino la de aquellos que viven para calmar a una sociedad que marca y censura a los que no conducen por el camino trazado, la de los que, en definitiva, todavía salen al terrado sólo para tender la ropa. 

El difícil camino hacia el autodescubrimiento

Vivimos tiempos revueltos –el cine no es ajeno a ello en su descripción–, donde la superficialidad se ha popularizado y democratizado. Hoy imperan los modelos humanos inconsistentes, de poca densidad, vidas caracterizadas por el desconcierto. La nueva sociedad surgida tras años de titubeos es compleja, está tejida de ingredientes contradictorios que conducen a los individuos a no saber a qué atenerse. Los nuevos jinetes del Apocalipsis tienen nombres que riman con el escepticismo, la incultura o la frivolidad. Así, el individualismo se ha convertido en una fortaleza en la que muchos se atrincheran, levantando la sutil bandera del egocentrismo y la insolidaridad.

De esta forma, en la espiral de confusión en la que habitamos, no es fácil encontrar nuestro lugar en el mundo. Es difícil hallar las guías, los imprescindibles instrumentos que faciliten el tránsito por la existencia que nos ha tocado vivir, y hallar la verdadera senda que podrá conducirnos hacia la meta de la tan ansiada y, muchas veces, esquiva felicidad.

Shame (2011), el segundo film del imprescindible Steve McQueen, analiza –como muy pocas han logrado en los últimos tiempos–, esa inconsistencia y falta de compromiso del hombre actual. Muestra sus carencias existenciales, la frugalidad de sus pasiones y cómo nos van arrojando a un perfecto círculo vicioso para encadenarnos en nuestras propias mazmorras de la insatisfacción, sin los instrumentos necesarios para componer la melodía catártica adecuada.

Consciente y, lo que es peor, deshonestamente, desde los mass media y otras instancias de poder –aunque sea imposible diferenciarlos– nos preparan diariamente para vivir instalados en la incertidumbre y la perplejidad; siendo la incoherencia y el cinismo el producto último de la mezcla de ingredientes. Nos convencen –y ese es su propósito– de que el estilo de vida deseable es el que proyectan a través de su potente mercadotecnia. Ideal de vida, por supuesto, que sólo los mismos que lo fomentan son capaces de asegurar, estableciendo una perversa ecuación en la que una oligarquía tiránica es capaz de convencernos de lo que necesitamos para ser felices y. por supuesto, de proporcionárnoslo con eficacia. Todo ello como si fuésemos simples marionetas de un poder omnímodo que sólo pretende perpetuar su poder; miles de “Trumans”, en definitiva, que, como el show que lleva su nombre, viven engañados y anestesiados, encerrados en un idílico mundo en el que no es posible el pensamiento autónomo, la crítica o la posibilidad de escape. No tan lejano a esta situación, y a la magnífica película de Peter Weir (de 1998), podemos ubicar al inclasificable escritor visionario Aldous Huxley y su distopía Un mundo feliz (1932). 

Así, a lo largo de las diferentes etapas que conforman nuestra existencia, confrontamos momentos importantes que nos obligan a tomar decisiones que a veces no nos gustaría tener que asumir. Las dudas que nos asaltan cada vez que llegamos a un cruce de caminos suelen ser demasiadas, y nos aparecen bruscamente cuando creíamos haber despejado de obstáculos la senda que recorremos en la búsqueda de un nicho que nos ofrezca un mínimo de consuelo. A veces, incluso, el pesar de nuestras decisiones lastran nuestro futuro, y las armas que disponemos a nuestro alcance no parecen ser suficientemente poderosas como para calmar la angustia que destruye nuestro bienestar.

Y claro, el cine no ha tardado en encontrar reflejos, ocupándose de ello en innumerables títulos. Sergio Leone retrató en su descomunal Érase una vez en América (1984) la culpa (o falta de ella) personal y de toda una nación por la determinación de decisiones desacertadas. O el genial y calvino guionista Paul Schrader, confabulado con Scorsese, en Taxi Driver (1976) para hablarnos del deseo mal orientado y la auto imposición de la culpa con la que desasirnos de nuestra insatisfacción. O la magnífica, y ya película de culto para cierta clase generacional, Algo en común (Garden State, 2004, Zach Braff), que denunciaba, con la candidez propia de sus personajes, la uniformidad y falta de conciencia crítica de una adormecida juventud que suele conformarse indulgentemente con arquetipos y lugares trillados por generaciones anteriores  –“No  te fíes de alguien que tenga más de treinta años”, le decía Charlon Heston a uno de los simios jóvenes en una secuencia clave de la imprescindible El planeta de los simios (1968, Franklin J. Schaffner)–. 

Érase una vez en América; Taxi Driver; El planeta de los simios; Algo en común.

El arte y el cine como solución

Los seres humanos solemos sentir la necesidad de cuestionarnos el motivo por el que seguir viviendo, por el que luchar y seguir nadando, muchas veces a contracorriente, en un entorno que tantas veces nos trata con hostilidad y, creemos, con obstinada e injusta arbitrariedad. La carretera (2009), de John Hillcoat, es una perfecta alegoría fílmica de esa continua lucha por la vida a pesar de la inexistencia de motivos por los que proseguir con ella.

A veces es necesario alejarse un poco de la realidad, regalarse un pequeño respiro, cambiar la perspectiva con la que se observa el mundo y subvertir los valores que creíamos seguros e innegociables. De esa necesidad se ha nutrido en multitud de ocasiones el arte y, cómo no, el buen cine que a veces podemos ver en las pantallas de cine y el televisor.

Últimamente se ha puesto de moda en el mundo de la publicidad la tendencia  a sobrecargar sus enfáticos mensajes con apelaciones al cambio y a la libertad, a la ilusión de una chispa de nueva vida que nos ayude a sobrevivir al presente; recogiendo implícitamente la desafección del hombre por la actual sociedad que la publicidad, contradictoriamente, ha ayudado a generar. Obviamente tales apelaciones generan una falsa sensación de euforia interesada que sólo consiguen cimentar y multiplicar la soledad e incertidumbre en la que hoza el ser humano.

El cine, sin embargo, como propuesta sensorial e intelectual, ha demostrado, en ocasiones, ser uno de esos maravillosos remedios que el ser humano ha creado para erradicar muchos de los males que padecemos y que consiguen constreñir nuestra felicidad. Ha logrado, gracias a tantos y tantos buenos directores, guionistas y actores, entre otros, convertirse en uno de esos bálsamos creados para erradicar el mayor de nuestros males: el de la desorientación. El cine, como pretexto para expresar las diversas sensaciones producidas por el vacío ante una vida que no logra encontrar el camino adecuado, ha logrado situar su particular granito de arena en la construcción del andamiaje necesario para que el individuo desarrolle los cimientos imprescindibles poder afrontar la vida y sus convulsiones, dudas e iniquidades.

Multitud de buenos films han enfocado su discurso en la descripción y superación de ese sentimiento de insatisfacción que nace de todo aquel que no termina de encontrar el sentido a su existencia –dijo un sabio que el sentido de la vida radicaba en el estoicismo de reconocer que la vida no tiene sentido–. Y no sólo eso, sino que las vías de exploración, las diferentes atalayas sobre las que atisbar un nuevo horizonte en nuestra vida, son confrontadas con otras tantas películas de indudable valor formativo y humanista.

Soria, 24 de marzo de 2014

Edición  por Carlos Cristóbal

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