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Por extraño que parezca la última película del director catalán Albert Serra, La muerte de Luis XIV (2016), está siendo muy bien recibida por la crítica y el público. Mención aparte merece la mal llamada Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, que ha ignorado en sus nominaciones para los Goya una de las películas más soberbias de nuestro cine. Un mal chiste de los académicos, supongo. Galardonada con el premio Jean Vigo y aclamada en el reciente festival de Cannes, trata los últimos días de la vida del monarca francés Luis XIV, mientras agoniza en su lecho de muerte.

Lo realmente original de la propuesta es que nos muestra toda la decadencia física y psicológica de El Rey Sol desde una óptica realista, cercana al naturalismo literario o al neorrealismo cinematográfico, por su capacidad de observación y descripción, evitando los excesos dramáticos y la pomposidad (narrativa, técnica y de interpretación) con el objetivo de desmitificar la imagen idealizada y grandilocuente del monarca. Sigamos pues la pista de esta gran película para entenderla en profundidad y veamos hasta qué punto es Albert Serra uno de los pocos cineastas de autor que se encuentran por estas tierras, tan desérticas de riesgo, experimentación y sentido plástico.

Escrito por Javier Urrutia
Edición gráfica por Pablo Cristóbal Alicia Victoria Palacios Thomas

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La muerte de Luis XIV (Albert Serra, 2016)

«Con toda probabilidad, un psicoanálisis de las artes plásticas tendría que considerar el embalsamamiento como un hecho fundamental en su génesis. Encontraría en el origen de la pintura y de la escultura el “complejo” de la momia.»

André Bazin

Microacción y cine de cámara

La muerte de Luis XIV se centra en banalizar la muerte, en representar cinematográficamente la vitalidad imparable de la enfermedad que consume poco a poco la energía del hombre más poderoso de la Tierra ante la mirada impotente de la Corte. El film capta la dialéctica entre lo orgánico y lo inorgánico, el esfuerzo inútil de un hombre que se cree un Dios, “El estado soy yo”, por mantenerse con vida pese a su progresiva putrefacción corporal. No hay grandes discursos, ni grandes gestos, ni grandes acciones por parte del gran monarca, sólo una muerte ordinaria pese a su aparente condición de hombre extraordinario.

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Hay una clara apuesta por mostrar acciones pequeñas e intrascendentes, como si la cámara de cine describiera el mundo que le rodea de forma desapasionada, y por contraste no por ello menos apasionante para nosotros. Las microacciones del film, de tono costumbrista, amenizan la agonía del monarca pero se enmarcan en el terreno de lo cotidiano, rechazando cualquier atisbo de épica o grandilocuencia. Son acciones cercanas y próximas a cualquier mortal: el trato con sus animales, la forma en que come, la manera que tiene de relacionarse con la familia y las conversaciones que mantiene con los súbditos que le rodean. Poco más. Alrededor de la figura del rey, casi de cera por su inmovilidad, surge la corte, tan omnipresente en su estancia como impotente para prestarle consuelo o auxilio ante la muerte que le acecha y le consume.

La aparición de los médicos y el curandero charlatán le dan dinamismo y movimiento a la “estática” propuesta, obsesionada en atrapar las acciones ordinarias y banales de un mundo extraordinario, el palacio de Versalles, convertido en mito. Asuntos banales en plena corte, nada más. Esa actitud desmitificadora convierte a La muerte de Luis XIV en un retrato fidedigno sobre la enfermedad y la muerte a la que todos estamos sometidos, seamos de la condición que seamos. Ni la magnificencia monárquica, ni la arrogancia científica, ni la fabuladora quiromancia puede con la fuerza arrebatadora del destino y de la naturaleza. La muerte arrasa con todo. También con El rey Sol, que queda engullido por la negrura de la propia sala de cine.

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A lo largo del metraje, sólo hay un momento en que el Rey brilla con luz propia, con todo su esplendor, en la escena más barroca de la película, subrayada con una música operística extradiegética y con una mirada limpia de Jean Pierre Léaud al propio espectador, única concesión al personaje para demostrar toda su potencia. El hecho de que esté completamente deshilvanada del resto de escenas y situaciones planteadas le da un aire alucinógeno propio del sueño o del delirio.

La muerte de Luis XIV es una película de cámara en el sentido puro del término, pues la totalidad del metraje, a excepción de un par de escenas, ocurre en el interior de una misma habitación.

Pero todavía es más excepcional cuando logra focalizar la fuerza de la acción dramática en un solo personaje, que además se halla literalmente “atrapado” a un objeto del que no puede escapar: su propia cama. Si Andy Warhol filmó durante seis horas a un hombre durmiendo (Sleep, 1963) bajo la égida del cine underground americano, Albert Serra filma en 2016 la lenta extinción del rey más poderoso de Europa durante dos horas de metraje y hace que esa muerte se convierta en algo fascinante: por el aura mítica que rodea al personaje y por la destreza que tiene a la hora de recrear ese tiempo y ese espacio con una cámara de cine (en su caso con tres, que son las que utilizó en el mismo rodaje).

Una propuesta de autor con todo el sentido del término: opta por recrear una mirada diferente ante lo real, desde un tiempo lento y pausado, cercano a la evocación literaria; prescinde de las medios de producción habituales al que está sometido el cine “mainstream” (rodada en dieciséis días, mezclando actores profesionales y no profesionales y con una puesta en escena reducida a un solo espacio); no cuenta con los medios de distribución/exhibición de las grandes producciones (sólo se ha estrenado en una decena de cines de nuestro país); por su honesta radicalidad que la sitúa como una verdadera joya dentro del actual panorama audiovisual, cada vez más sometido a la lógica descerebrada del mercado; por novelizar, teatralizar, pictorizar el lenguaje cinematográfico, es decir, plantearse el código del cine como una posibilidad de exploración sobre otros lenguajes artísticos de los que se influencia y con los que juega y dialoga permanentemente.

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Izda, Sleep (1963). Dcha La mort de Louis XIV (2016).

Una película muy literaria, de corte naturalista, por el gusto que tiene por el detalle, la sutileza y la descripción de los acontecimientos. Nada de dramatismos ni de hipérboles, ni un sólo plano subjetivo en toda la película, optando por representar la escena desde una cierta distancia mediante planos generales,  aparentemente asépticos, que recuerdan al cine didáctico de Rossellini, aquel que realizó para la televisión,  o al estilo invisible de Robert Bresson, cineastas que realizaban una especie de fenomenología de lo cinematográfico: la cámara de cine como dispositivo para captar distanciadamente la esencia del objeto filmado, su presencia, su forma en sí misma, una especie de contemplación pasiva de la realidad.

La sala de cine convertida en morgue

El gran acierto de La muerte de Luis XIV es haber sido capaz de recrear el espíritu de la morgue parisina de finales del siglo XIX y de abordar de forma indirecta dos de los aspectos más esenciales del espectáculo cinematográfico: la condición de voyeur del espectador y la estrecha relación del cine con la muerte.

Si a finales del siglo XIX, París se convirtió en la ciudad atrapada por lo oscuro, sólo hace falta pensar en Charcot y sus masificados experimentos científicos y en las concurridas morgues en las que se podían contemplar a los muertos desde cerca, Albert Serra realiza una verdadera performance cinematográfica en pleno siglo XXI, mostrándonos, desde la intimidad de su propio lecho, la muerte del legendario Rey Sol.

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«Lección clínica en la Salpêtrière» (1887) de Pierre Andre Brouillet con la figura del Dr. Jean-Martin Charcot, padre de la neurología moderna, en una de sus sesiones clínicas.

Adentrémonos ahora en sus estrechas relaciones con la pintura para desarrollar el tema planteado. Por la composición figurativa de los elementos podríamos decir que estamos, más que ante una película, ante una pintura en movimiento debido a la inacción que retrata, al embalsamiento dramático en que nos sumerge. La bellísima fotografía de “La muerte de Luis XIV” logra una ambientación mortuoria propia de los lienzos de Caravaggio (del claroscuro al tenebrismo) o de Rembrandt.

Muestra muchas similitudes con “La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp (Rembrandt, 1632)”: por la central importancia del cadáver tumbado del muerto (en la película el Rey Luis XIV) y por las miradas circurdantes (en la película los súbditos del rey), por la aparición arrogante del doctor ante el gesto mórbido y curioso de los alumnos (en la película también surge el papel de la medicina y de la ciencia) y por el tamaño de las figuras que aparecen representadas (en la película la mayor parte de los planos son generales, también llamados de situación).

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Izda La muerte de Luis XIV. Centro: Muerte de la virgen (Caravaggio, 1606). Dcha “La lección de anatomía del Dr.Nicolaes Tulp (Rembrandt, 1632)

Lo mismo que ocurre en el cuadro de Rembrandt, la película alude a la propia mirada del espectador. Y ante esa mirada, el rey Luis XIV, magníficamente interpretado por Jean Pierre Léaud, sufre una triple cosificación:

  • por parte de la cámara de cine, que lo observa y lo captura conviriténdolo en objeto con su lente impiadosa.
  • por parte de los súbditos que lo cuidan, lo vigilan y velan por él de forma sobreprotectora e inquietante a la vez. De nuevo, es cosificado por el gesto de ser observado, en este caso por “los otros”, que también lo convierten en objeto con su omnipresente mirada.
  • por parte del espectador, que permanece prácticamente durante dos horas en el mismo lugar, en la misma estancia y en el mismo lecho que la corte que lo vigila, gracias a la invisibilidad que le permite el cine.

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La figura del espectador, la del voyeur, es completamente ambigua porque queda relegada al espacio de la ficción. No está dentro de la historia que explica la película (historia real), tampoco está en el rodaje (recreación de esa historia), pero sí que se encuentra en la sala/morgue que lo observa y lo cosifica definitivamente. El cristal de la morgue parisina, que separaba a los espectadores de los cuerpos muertos, queda convertido en la pantalla de cine.

El mito de Luis XIV queda definitivamente embalsamado por la “gracia” cinematográfica y por la mirada cosificadora de todos estos niveles que cosifican al rey en la ficción, al actor del rodaje y a la sombra que emerge de la pantalla. Esta sensación de cosificación aumenta por la incapacidad del propio monarca para moverse de su lecho; todo su dominio sobre el mundo queda reducido al limitado dominio espacial y visual que tiene desde su cama, nada más. Su mundo y su poder quedan limitados a ese pequeño espacio.

Albert Serra recrea una morgue parisina y logra que el pueblo francés se despida de su rey, una fantasía cumplida para su imaginario nacional y colectivo, lo que supone la perfecta sublimación de la pérdida, uno de los posibles motivos por los que haya sido tan bien recibida en Francia.

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Morgue de París en el siglo XIX.

En La muerte de Luis XIV, vemos, y por tanto damos forma, incluso a las tripas del monarca. Nuestra imaginación mórbida recrea en el fuera de campo hasta las partes de su cerebro gracias a la magistral intervención dialógica de un cortesano «habrá que proceder con su cerebro». Brillante uso del encuadre fílmico y brillante uso del fuera de campo como posibilidad de engendrar imágenes en nuestra cabeza más allá de las que nos muestra la película.

La mirada del espectador no es inocente, es una mirada cómplice y vampírica que se introduce en esa habitación, que observa y que interviene desde la distancia, desde el cómodo lugar que le permite la sala de cine, en esa muerte agónica de “El Rey Sol”, al que todos (cámara de cine, corte del rey y espectadores) vamos consumiendo poco a poco como se consume una vela del palacio de Versalles.

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Luis XIV consumiéndose como una vela.

Este movimiento perceptivo, donde lo orgánico engulle a lo que cada vez es más inorgánico, contrasta con la supuesta quietud de la acción filmada: un hombre que se muere en una cama. Todo esta dramatismo, toda esta tensión es invisible, es interna, no se muestra hacia afuera, sino que permanece oculta en gran parte del metraje hasta el momento en que la cámara de cine, los súbditos “mirones” y el espectador ven saciada su voracidad con la escena de las tripas, momento culminante donde lo interior, lo invisible, emerge a la superficie y se nos muestra lo oculto. No es gratuito que Rembrandt retrate este mismo instante en su cuadro, ni que miles de parisinos burgueses visitaran las morgues y pudieran acceder a lo prohibido, como tampoco lo es que Albert Serra nos permita observar, contemplar y participar de su particular asesinato fílmico.

No mata a cualquier hombre, sino mata al hombre más poderoso de la Tierra. Y no lo mata de cualquier manera o cayendo la impostura o el cliché de ciertas recreaciones de época, sino que lo mata con elegancia, como sólo mata la Naturaleza, es decir, desde la más absoluta carencia de intencionalidad. Actitud rompedora la suya, por romper el mito y la leyenda, y por apostar por una representación honesta con la realidad, evitando cualquier atisbo de falseamiento dramático.

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Cuadro ‘La mort de Louis XIV au palais de Versailles’ de Thomas Henry

Por otro lado, La muerte de Luis XIV presenta también resonancias con la propia esencia fílmica: la película como cuerpo momificado de lo filmado, el cine como materialidad/presencia de lo que ya no-es, por tanto, del no-ser; como tiempo embalsamado por la cámara. E incluso con la propia naturaleza humana: la película finaliza, se acaba y, por tanto, muere, como también nos gastamos nosotros al verla. Tras el visionado somos dos horas más viejos que antes, de forma que la progresiva corrupción del cuerpo de Luis XIV remite a nuestra propio desgaste como seres humanos sometidos al tiempo.

Nada ni nadie escapa al tiempo: ni Luis XIV, ni el cine, ni nosotros como individuos.

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Los títulos de crédito iniciales ya remarcan esta tensión palpable entre lo vital y lo inerte, entre lo orgánico y lo inorgánico, entre la propia vida y la vida muerta que filma el propio cine: ante un espacio fílmico completamente ennegrecido surgen unas letras que presentan el título de la película “La mort de Louis XIV”, cuya pequeña silueta nos muestra elementos abstractos vivos que remiten al movimiento de la naturaleza y de la vida (flores, árboles, paisajes) en claro contraste con la quietud opaca del resto de la pantalla.

Desde el comienzo se intuye el conflicto entre lo que se mueve y lo que no se mueve, entre lo vivo y lo muerto, entre el fluir de la propia vida y la copia muerta que supone toda película.

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Izda: Honor de cavalleria (2006) Dcha Història de la meva mort (2013)

Con La muerte de Luis XIV, Albert Serra sigue su particular desmitificación de ciertas figuras canónicas de nuestra tradición: ya sea Don Quijote de la Mancha (Honor de cavalleria), los Reyes Magos (El cant dels ocells), Casanova y Drácula (Història de la meva mort) y, por último, y la que nos ocupa, la de El Rey Sol. No le importa profanar el ámbito de las letras, el de la religión, el de la mitología popular o el de la Corte. Su rebeldía y su capacidad lúdica no tiene límites. Le interesa desacralizarlos, jugar con ellos e introducirlos en el terreno de lo banal y lo anti épico, alejándolos así de la forma habitual en que se nos presentan estos arquetipos de la locura, de la adoración, de la seducción o de la autoridad.

Todo un trabajo conceptual de redefinición y reescritura con una clara intención rupturista, de vocación rebelde e iconoclasta. Sigamos ignorando figuras cinematográficas de su envergadura y seguiremos siendo una industria acomplejada, perdida y a la deriva. Albert Serra no es sólo un cineasta, es un autor de muchísima envergadura. Tiempo al tiempo.

Fotos: La muerte de Luis XIV (monarca en la cama tumbado). La jaula del pájaro como símbolo de su enclaustramiento y la vela como símbolo del apagamiento progresivo de su vida.

Javier Urrutia, Educa tu mirada  Seminario masculinidad y feminidad en el cine

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