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Amor (Gaspar Noé, 2015) es un largometraje que se erige tanto por sus logros como por sus polémicos devaneos publicitarios y que, una vez más, vuelve a ser desacreditada precisamente por su búsqueda de la controversia. Pero habría que preguntarse si esto mismo no es acaso lo que hacían maestros de la talla de Alfred Hitchcock o Luis Buñuel.

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Amor (Gaspar Noé, 2015)

Si bien Noé eyacula sobre la cara del espectador, Buñuel, en su momento, nos mostró parricidios, ménages à trois, mujeres lamiendo dedos de pies como si se tratasen de penes o Jesucristo reconvertido en el Marqués de Sade cuando no nos invitaba a dar un paseo por las fantasías sadomasoquistas de Séverine (Catherine Deneuve) en Belle de Jour (1967). Y Hitchcock, qué decir, asesinaba a una mujer en la ducha —¡desnuda!— de la mano de un travesti psicópata y concluía su gran North by Northwest (1959) con una pareja besándose al unísono, mientras el tren en el que viajan «penetra» en un gran túnel-agujero.

Escrito por Pablo Cristóbal
Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

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La edad de oro (Luis Buñuel, 1930) y Psicosis  (Alfred Hitchcock, 1960)

Se ve que el espectador se toma a mal la polémica que nace de quien no está consagrado por la distancia del tiempo y no parece querer entender a este cineasta, más conocido por sus trucos de magia, que por la autenticidad de sus relatos.

Gaspar Noé, se sigue viendo como la atracción de feria invitada a tantos festivales, la nota del freak show, un hombre que, al contrario que su colega Harmony Korine, no se le toma en serio.

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Y es cierto que la crudeza visual de Noé no tiene nada que hacer contra la violencia psicológica de Lars von Trier quien, sin embargo, nos obsequiará en la introducción de su Anticristo (2009) con un plano, tan explícito como fotogénico, en el que unos chorreantes testículos —en slow motion y black and white— golpeaban la carne de She (Charlotte Gainsbourg) al ser penetrada bajo la ducha a la vez que el hijo pequeño de la pareja caía, accidental y mortalmente, por la ventana. Vida y muerte.

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Anticristo (Lars Von Trier, 2009)

También en Amor hay un niño pequeño que es fruto del deseo y que, a su vez, será un recordatorio constante de la desgracia y la debilidad del hombre que piensa con la polla. Efectivamente, en Amor, la ausencia de voluntad la personifica ese joven que pone los cuernos a su pareja –con la vecina de al lado– dejándola embarazada; mientras que en Irreversible (2002) el hijo deseado dará paso a un inesperado aborto. Así, la trágica violación, seguida de una paliza que un hombre llamado “La Tenia” propina a Álex (Mónica Bellucci), es la marca seminal que deja un tipo incapaz de escapar a sus instintos más bajos. En Amor, ahora tenemos un pene que nos mira, nos agrede, en un plano frontal que atraviesa la cuarta pared y que, con o sin gafas de 3D, baña a su público.

Ese es el nacimiento de la vida, la culpa y el deseo, el monolito de Gaspar Noé —que intercala alegría y depresión— y de ahí que comparta semejanzas esféricas y lumínicas con esa luz tintineante que recuerda a la I. A. más antológica de la Historia del Cine: Hall, el ordenador de 2001: Una odisea en el espacio (Stanley Kubrick, 1968).

Pero el público parece que no tiene miras para más Amour (2012) que el de Michael Haneke; el que se queda con la ternura de las arrugas y la soledad romántica. Así es que aparece este otro Amor adolescente y vitalicio de Gaspar Noé ratificando la existencia de esta batalla entre lo viejo y lo nuevo. No hay cuartel para tanto sexo desenfrenado, para un amor tan pasional como complejo, es mucho más bello observar un matrimonio en los albores de la senectud, una tragedia con cara amable —cruel— en ambos casos.

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Arriba: 2001: Una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968). Centro y Abajo: Amor (Gaspar Noé, 2015).

Amor se exhibe en circuitos de cine fantástico, Sitges, cuando, podría ser clasificada como una película de la nouvelle vague del siglo XXI. Es lógico suponer la decepción de unos espectadores que, a la espera de altas dosis de gore se dan de bruces con un Blue Valentine (Derek Cianfrance, 2010) en clave de vanguardia, de cine absolutamente francés, cuyo color protagonista —el rojo— cambia su valor simbólico en función del contexto: vida, sangre, infierno o incluso una nación, Francia.

El espíritu de Le Mépris (Jean-Luc Godard, 1963) está presente en toda la cinta y existe tanto intimismo y desnudo artístico como en el mejor cine de Bernardo Bertolucci.

Gaspar no trata de ocultar ninguna de sus influencias. Recuerda en algunos aspectos al 9 Songs (2004) de Winterbottom y se opone claramente a la mirada naíf y abiertamente bisexual de Shortbus (John Cameron Mitchell, 2006), tan políticamente correcta como fallida e indolora.

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Karl Glusman y Aomi Muyok en Amor (Gaspar Noé, 2015).

Amor es desacreditada una y otra vez por una crítica que juzga el embalaje de su película, que no ve más allá de la carátula, como quien presume de no ser cómplice de la vulgaridad del mercado pornográfico, uno puede decir abiertamente que “no ve películas de ese tipo” o, en este caso, “no ve películas de Gaspar Noé”. Y, claro, es que Noé es un cineasta sin temor o, mejor dicho, que rueda sus propios temores para desafiar a su público. Lo mismo que hicieron, con peor o mejor fortuna, sus antecesores.

Con un componente audiovisual que destaca por encima de la estructura de guión, Noé sería el antagonista de Terrence Malick, pues si el cineasta norteamericano divaga y comunica belleza en cada una de sus obras también es de sobra conocido por todos que omite el sexo y la sangre para hablar de temas tan universales y complejos como el amor, el sentido de la vida o el absurdo de la guerra.

Noé es el reverso de estas experiencias cinemáticas, un anticristo que se identifica claramente con el descenso a los infiernos y lo plasma como ninguno, a la altura de Cruising (A la caza, 1980), Bug (2006) o Killer Joe (2011), los trabajos más oscuros y claustrofóbicos de William Friedkin. La debilidad de esta obra, como con el cine de Malick, reside en sus diálogos que bien podrían dar mucho más de si; aunque los jóvenes protagonistas de la cinta sean pretendidamente inmaduros, casi iniciáticos en el camino del amor, se echa en falta unas conversaciones de la calidad intelectual de Richard Linklater, especialmente cuando los dos amantes acaban de conocerse y pasean por el parque como si se tratase de una secuencia de Antes del amanecer (1995).

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Arriba: Paz de la Hurta en Enter the void (Gaspar Noé, 2009). Abajo: Mónica Bellucci en Irreversible (Gaspar Noé, 2002).

No obstante, el poderío de esta cinta, como ya ocurriera con Enter the Void (2009) e Irreversible (2002) radica en su contemplación. Es decir, sus atmósferas, su mapa emocional pictórico y alucinógeno, su ejercicio de estilo estroboscópico, sus encuadres entrelazados por un maravilloso empleo del montaje que transgrede y que, así mismo, tiene mucho de fantasía onanista universal seguido de un sentimiento de culpabilidad pos-orgasmo. Amor no presenta ningún reparo a la hora de tributar y desacralizar a algunas de nuestras grandes referencias musicales y cinematográficas; Stanley Kubrick o Jean-Luc Godard, el Funkadelic de Maggot Brain, la banda sonora de John Carpenter para su largometraje Asalto al Distrito 13, así como la palabra que da título a la película —amor— cobran un nuevo significado.

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Karl Glusman y Aomi Muyok en Amor (Gaspar Noé, 2015).

Las escenas incómodas del film, intercaladas —por contraste— con secuencias de una gran sensibilidad, la convierten en un película en la línea y dignidad de un cineasta irrepetible de nuestra contemporaneidad.

Noé podría estar conectado, en su forma más sexual, poética y perturbadora, al cine de Bertrand Bonello, al de Atom Egoyan en su Exótica (1994), también al del realizador Paul Verhoeven en sus Delicias Turcas (1973) y, en menor medida, al aura de pesadilla en el trabajo onírico de David Lynchsobre todo en cintas como Inland Empire (2006) o Cabeza Borradora (1977). Y es que Noé también clama, con voz propia, su disconformidad ante la pareja aburguesada. Es cierto que si bien oculta sus carencias en los excesos, así mismo es el único cineasta vigente que hace de todo este compendio doloroso y atronador su leitmotiv. El cine de Noé no es complaciente, al igual que la vida, y es por esto que muchos temen afrontarlo.

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Arriba: Delicias turcas (Paul Verhoeven, 1973). Centro: Exótica (Atom Egoyan, 1994). Abajo: Inland Empire (David Lynch, 2006).

Si no han tenido suficiente, lea a continuación: Gaspar Nóe, todo es cuestión de moral o Para una sociedad de mierda una obra desquiciante.

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Join the discussion 2 Comments

  • Gaspar Noé es un artista que no un artesano. Su obra llega a un grupo reducido de gente como le ha pasado a tantos de todas las ramas: Lautrec, Poe o Lovecraft o cualquier artista que se precie (Vincent van Gogh y Cervantes murieron pobres como muchos artistas que pasaron a mejor vida sin llegar a obtener el reconocimiento que se merecían, esta es la historia de siempre, lo que está en los museos se da por sentado que alcanza la excelencia, ¡cuánta hipocresía!). No esperemos que sean los académicos de turno ni la crítica especializada más rancia quienes nos digan qué es digno de ser respetado y qué no. La contracultura nace como un movimiento en reacción opuesta a los anclajes artísticos de una época, de igual modo, toda vanguardia nace casi siempre desamparada por una crítica especializada. Las películas de culto, en muchos casos, nacen y se consolidan gracias a una masa de personas que las reivindican; precisamente la crítica más snob las ignoró en su momento. Un artista de verdad no necesita ser respetado, creo que es el caso de Gaspar Noé; será polémico pero también sincero y eso es mucho más que el 80% del cine intelectual que presenta el panorama.

  • taris dice:

    Buenas. Si pinto como Picasso no me convierto en un artista tan respetable como él.

etdk@eltornillodeklaus.com