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No es motivo para encabronarse. Es tan solo una operación malamente orquestada de limpieza de imagen. Las películas de los Oscars 2017 tienen menos que ver con la ética artística que con la moralidad. Los redaños del buen cine se encuentran en las afueras, en los circuitos de diletantes y los alcantarillados subversivos del anonimato, llevado a cabo por gente que, si tiene suerte, acabará algún día vendiéndose por una mega producción que recorra el mundo, y si no, vagará como agente libre, chupando de subvenciones o ahorros familiares, en pos de los vientos de su caprichosa conciencia, a sabiendas de que las buenas historias no hacen necesariamente dinero.

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Escrito por Miguel Cristóbal Olmedo
Edición gráfica por Pablo Cristóbal

Esta vida es un show, y en el caso de la ceremonia de los Oscars, aun peor, un show televisado, con grapa en la comisura de las sonrisas para que no se les deshaga a los invitados por puro aburrimiento.

Arrival (La llegada): es una peli de Denis Villeneuve, lo que significa buen cine cuente lo que cuente y aun cuando este trabajo vaya a la zaga de todos los anteriores; una obra menor de un director que, esperamos, solo esté calentando motores en la ciencia ficción para deslumbrarnos con la secuela de Blade Runner. Basado en un relato corto, Arrival es la historia “infilmable”, como el mismo Villeneuve se quejaba al principio, de una lingüista y un físico, que trabajan juntos para descifrar un lenguaje extraterrestre. La dificultad de la película está en salvar el escollo del aburrimiento, en brindar momentos apasionantes a un relato cuya baza está en la sorpresa final, tan inconcebible que conmueve menos de lo que decepciona. Los alienígenas están diseñados como manos haciendo el tolai en un manto de niebla dentro de la propia nave espacial, los chicos del ejército están ansiosos por darle al gatillo, los líderes políticos son oportunistas y poco agraciados cerebralmente. Peli que es híbrido entre Contact e Interstellar y se queda, en efecto, entre las dos, sin llegar a la originalidad de una ni al efectismo de la otra.

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Lion: 80.00 niños desparecen de la India cada año, nos dicen al comienzo de los títulos de crédito. Esta se trata de la historia con final feliz de uno de ellos (es un spoiler que todos podemos figurarnos). Filmada en dos continentes. El primero es la India, un lugar sugestivo gracias a la alegría bulliciosa de los sonidos, con ese contraste entre espiritualidad y miseria desoladora. Allí, un niño de 5 años que se gana la vida recogiendo piedras con su madre y hermano, se pierde en la oscuridad del inmenso continente y el extravío le dura 25 años, salvando los peligros ofrecidos por falsos samaritanos empeñados en secuestrarlo y convertirlo en prostituto infantil. El chaval indio será adoptado en una Australia con resonancias inglesas, frígida, plomiza, y mal les pese, multicultural. Una velada entre amigos le devuelve parte de sus memorias perdidas y la urgencia de dar a saber a su familia que está vivo y a salvo. Una película entrañable, con final entrañabilísimo cuando en los minutos finales, a la manera que ya nos tienen acostumbrados, se muestran a sus protagonistas de carne y hueso. La película se resiente a falta de un desarrollo más entretenido, ya que su protagonista (el actor Dev Patel, favorito de los papeles de personaje indio aunque sea británico hasta la médula) va realizando la búsqueda de su pueblo natal a través del Google Earth. Entre medias le inventan rupturas emocionales y distanciamiento afectivo con su familia australiana. Ayudando a solventar sus carencias, la película se apoya en la música de los pianistas Hauschka y Dustin O’Halloran, apostando por un desenlace que, no por esperado, desmerece los pañuelos.

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Hell or High Water (Comanchería): Es la mejor película de todas aunque en las quinielas de los Óscar apunte bajísimo. Se mueve entre el western moderno, la crítica social y pelis de atracadores de bancos. La inteligencia de su historia va más allá de un planteamiento aparentemente sencillo. Como sucede con las grandes pequeñas películas, el trabajo del equipo de filmación es excelente; los actores son verosímiles; la música, adecuada; el ritmo de la historia, no peca ni de trepidante ni de soporífera.

Resaltan Jeff Bridges y Ben Foster. Para más detalles y lecturas les remito al interesante artículo TRES VECES EN IRAK, PERO NO HAY DINERO PARA NOSOTROS de nuestro colega Miguel Martín Maestro.

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Hidden Figures (Figuras ocultas): Otra historia de autosuperación y logros casi milagrosos, por si todavía no tuviéramos suficiente. Otra historia basada en hechos reales. Tres talentosas mujeres afroamericanas trabajan para la NASA a principios de los años 60, durante los frenéticos inicios de la carrera espacial entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. “Poner un hombre en el espacio”, era la consigna. Y ya como postre el sueño de la Luna, que hoy ya es el sueño de Marte. A las tres mujeres se les estropea el coche de camino al trabajo y aparece el inoportuno policía que, por supuesto, hace alarde de su munición racista antes de acceder a escoltarlas hasta la NASA. La película está basada en un libro que a su vez está basada en una historia real por inverosímil que nos parezca en la forma que han llevado el argumento. Los diálogos, los amores y las zancadillas que deben salvar, vienen servidas en un paquete demasiado peliculero. Se trata de un producto auténticamente norteamericano, donde la honradez y el esfuerzo acaban prevaleciendo por encima de los prejuicios de sus colegas de trabajo. Del trío de amigas, el peso protagonista lo lleva Taraji Penda Henson, en plan de apocada matemática con momentos de celebrados exabruptos. La actriz y cantante Janelle Monáe hace doblete con ésta y en Moonlight, otra de las favoritas de este año. Kirsten Dunst sale luciendo su cara de prematura amargada de clase media y Kevin Costner, con esas gafas pseudointelectuales que usa para sus papeles de personaje pseudointeletual, hace de sí mismo, es decir, de Kevin Costner, es decir, de un hombre frío, recto y sosainas, que masca chicle, marca ACME probablemente, rezumando patriotismo y diligencia laboral por los cuatro (o cinco) costados.

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Kevin Costner con sus gafas de pasta adoctrinándonos en J.F.K. (1991) y Hidden Figures (2016)

Por supuesto las tres aguerridas afroamericanas son ninguneadas por el resto del equipo blanco, que además peca de una incompetencia rayana en la anormalidad. Se trata de la América pre Johnson, pre derechos sociales, la América de las cacareadas libertades en donde la gente de color solo podía sentarse en la parte de atrás del autobús y debían usar sus propios baños, iglesias y cementerios.

La América del cambio o de la ilusión del cambio, con Kennedy en la presidencia y Martin Luther King haciéndose asiduo de una televisión que va pasando de la monocromía a una década floreada de colores lisérgicos.

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Producto entretenido, familiar, sin subtextos o claroscuros, con el toque justo de comedia y el toque inocuo de romance, que repite las alquimias de una larga generación de películas diseñadas con buenas intenciones y que no van más allá de su propia fórmula. Un tipo de cine con final edificante, como de un universo alternativo del que también participan la mayoría de las películas seleccionadas y un poco santurronas. Todo ello para sentirnos mejores personas sin mover un dedo para lograrlo y ahogar el ruido del auténtico problema: América sigue siendo segregacionista, el mundo sigue siendo segregacionista, aunque luego, en Hidden Figures escuchemos esa frase contundente y gloriosa del gran americano que tanto le gusta encarnar a Kevin Costner: “Aquí en la NASA todos meamos con el mismo color”

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Nos quedan las dos favoritas de los Oscar 2017, Moonlight, peli de negros, falsamente controvertida, diseñada para un público de izquierdas solidario con las minorías y fáciles de encandilar con el tema, y La la land, peli de blancos, comedia musical al uso de cualquier comedia musical, diseñada para atraer a un público carca y de lagrimón fácil, comprometido con la nostalgia y el cariño hacia un cine casi fenecido. El nuevo Hollywood versus el viejo Hollywood, de eso irá la noche del 26.

Moonlight: Hay quienes nacen sin infancia y otros que desgraciadamente la sufren y es escabrosa. El primer encuentro con el personaje principal es a la carrera, con una panda de mal nacidos pegada a sus talones. A partir de ahí nada mejora demasiado. El chaval contará con muy pocos aliados que le ayuden a crecer, entre los que se cuenta un sensiblero camello (Mahershala Ali), pródigo en consejos tan paternales como “no te sientes de espaldas a la puerta. Nunca sabes quién puede venirte por la espalda”, y la novia de este, que cuidará de él como su madre adoptiva, en ausencia de la auténtica, la actriz Naomie Harris, la bella Moneypenny en las últimas pelis de Bond devenida en adicta del crack en esta. La peli está dividida en tres partes, tres diferentes décadas en la vida del chaval, tres nombres: “Little”, “Chiron” y “Black”. Un muchacho enclenque, gay como colmo de infortunios en una barriada donde no se admite algo así. “Little”/”Chiron”/”Black” va perdiendo sus plumas de cisne, su humanidad (si convenimos en que la humanidad es algo bueno) para transformarse en otro de esos gángsteres embrutecidos, en este caso con la apariencia de un gladiador de ébano interpretado por el atleta Trevante Rhodes. Este «Boyhood Black» ha abierto los grifos lagrimales de la mala conciencia blanca norteamericana a pesar de ser una historia conocida de antemano. Spike Lee, por ejemplo, ya nos la había contado de muchas formas. Es una historia que se pierde en los tópicos raciales (no por ello menos ciertos) y en la sensiblería facilona, made in Hollywood, respaldada por los pasajes musicales de una banda sonora muy hermosa pero reiterativa. Una historia que no ofende pero quiere emocionarnos, algo fácil, digerible, que presume de valiente sin cometer ninguna audacia.

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La la Land (La ciudad de las estrellas): es su antagonista, su contraste, está llena de color, música, bailes, optimismo, gags de supuesta gracia, felicidad vomitiva prácticamente en toda la película… es decir, un musical romántico, la herencia de tanto emponzoñamiento disneryriano en la creencia de “all you need is love”. Guiños y concesiones al pasado en formato Cinemascope. Ni siquiera pasarán por las puertas batientes del cine a quienes, como a mí, les parezca que el interludio musical de Harpo en las divertidas comedias de los hermanos Marx era para levantarse de la silla y pegarle un tiro. Ryan Gosling y Emma Stone repiten como pareja en su tercera colaboración desde Crazy, Stupid, Love y Gangster Squad: Brigada de élite (ninguna de ellas una gran película). Él, pianista de jazz; ella, actriz debutante. Ambos buscan su lugar en ese mundo aparte que es L.A. con un pie puesto en sus sueños y otro en los curreles por subsistencia. Sus sensibilidades artísticas los unen, y sus carreras artísticas los separan. Se trata de la historia tópica sobre la metamorfosis que todo aspirante a artista saborea y sufre en su camino al estrellato. Integridad artística versus triunfo comercial, es otro de sus subtemas, aunque sea una peli que no profundiza sobre nada y es más la la la que la la land. Los últimos diez minutos y un par de canciones son lo menos olvidable de una película casi infantil, en la cual se deja sentir algo del espíritu de Casablanca. Según Damien Chazelle, su director (nos deslumbró con Whiplash), tomó como inspiración los viejos musicales plantándolo en la vida real donde las cosas no funcionan exactamente como uno quisiera. La la land ya cuenta con catorce nominaciones y tiene a todos encandilados porque resucita un género que siempre se está rescatando, o, lo que es lo mismo, que nunca deja de morirse.

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En resumidas cuentas, mientras unos se frotan las manos por un año de candidaturas repleto de afroamericanos, otros nos sentimos con el malestar de un cine de bajo calado artístico, con historias poco novedosas y valientes que ayuden a abrir las miras de nuestra imaginación. La mayoría caen en el estereotipo blando, en las fachadas, en las historias victoriosas de autosuperación, que adolecen de falta de verosimilitud aunque se basen en hechos reales (uno prefiere una ficción creíble que una realidad demasiado asombrosa). Entre el espectador y el artista ya no existe desafío sino la mutua pereza de ofrecerse lo que siempre se pide y viene preparado de antemano.

No es motivo para encabronarse. Es tan solo una operación malamente orquestada de limpieza de imagen. Este año las películas tiene menos que ver con la ética artística que con la moralidad. Los redaños del buen cine se encuentran en las afueras, en los circuitos de diletantes y los alcantarillados subversivos del anonimato, llevado a cabo por gente que, si tiene suerte, acabará algún día vendiéndose por una mega producción que recorra el mundo, y si no, vagará como agente libre, chupando de subvenciones o ahorros familiares, en pos de los vientos de su caprichosa conciencia, a sabiendas de que las buenas historias no hacen necesariamente dinero. Bromas y seriedades apartes, esta vida es un show, y en el caso de la ceremonia de los Óscar, aun peor, un show televisado, con grapa en la comisura de las sonrisas para que no se les deshaga a los invitados por puro aburrimiento. Aquí ya lo que importa es el guardarropa con joyería prestada haciendo poses monas en la alfombra roja. La palabra es glamour y no arte, industria y no artesanía. La estatuilla de marras está casi de más. Por eso ya pueden dársela a los negros.

Shenzhen, 14 de febrero del 2017

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